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La imposible fotografía de las palomas

Una crónica sobre la fugacidad.

“Portrait of an Old Lady”. Foto: Jackobo

Habría sido un viaje feliz de no haber sido porque el bus se detuvo en la Catedral.


Yo iba de pie, agarrado de los tubos superiores; la anciana, de cintillo blanco y vestido azul, viajaba sentada contra la ventanilla. Es probable que ambos hayamos visto la postal al mismo tiempo: se desgajaba la tarde y, en la plazoleta que se tiende entre la calle y las escaleras del templo, había una bandada de palomas revoloteando y picoteando el pavimento de hormigón.


La anciana hurgó dentro de su bolso y sacó su celular. Debía ser rápida si quería tomarles una foto a las palomas y al atardecer antes de que el semáforo volviera a ponerse en verde. Con afán, digitó la contraseña numérica, aplicó el aparato contra el vidrio, buscó el ícono de la cámara y lo presionó, pero en lugar de aves, ocaso y plazoleta, lo que apareció en la pantalla fue su cara rugosa con ojos entrecerrados y ceño fruncido: alguien, sin su permiso, había configurado la cámara en el lente frontal.


La anciana se veía confundida. No quería una selfie, sino una foto de las palomas. En un acceso de ansiedad, pasó un dedo por encima de todos los botones que vio, pero no se decidió a hundir ninguno, quizá por miedo a que alguno de esos fuera a disparar el flash y entonces quedara retratada su cara de desorientación, que no era demasiado fea pero no podía compararse con las palomas. Intentó llamar al pasajero de al lado, pero no se movió y yo tampoco. El hombre estaba demasiado dormido o yo reaccioné demasiado tarde o todo pasó demasiado rápido. A esas alturas la razón ya no importaba porque el conductor había vuelto a arrancar.


La anciana bajó el teléfono. Sonrió con el desaliento de una desahuciada y, mientras el bus se alejaba poco a poco de la Catedral, miró las palomas como un exiliado que contempla su jardín por última vez.


Todas las pérdidas son simbólicas. Quien pierde una cosa también pierde algo más. Sospecho que las palomas, para aquella anciana, no eran solo unas palomas. No soy viejo aún, pero sé que si llego a esa edad me pesará darme cuenta de estar ejerciendo oficio de recién llegado en un mundo que alguna vez fue mío. Me pesará no ser lo bastante veloz, ni lo bastante sano, ni lo bastante audaz. Diré, como todos: “¿Cuándo pasó todo esto?”.


No sé qué será de la vida de la anciana del bus, pero sé que, dondequiera que se encuentre, no la consolará la idea, formulada por Richter, según la cual la memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados. Si una persona intentara decirle que nadie puede robarle el recuerdo de las aves comiendo y revoloteando en la plazoleta de la Catedral, ella le recomendará silencio y le pedirá que más bien le enseñe a cambiar la cámara de frontal a posterior, por si acaso tiene una nueva oportunidad y logra sacar por fin la fotografía.


Nadie es jamás tan viejo (dijo Séneca) que después de un día no espere otro nuevo.

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