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La basílica que le dejó a Galapa, el párroco Agudelo

Por ahí dicen que el tiempo dura un instante, pero en ocasiones, una eternidad.


Resulta inquietante ver como el tiempo cobra de manera excepcional su sentido cuando al lado de la Administración Municipal de Galapa, una antigua casa reposa intacta bajo la sombra de cuatros olivos de mediana estatura y un tejado rojo que sobrepasa los límites peatonales.

Ahí, frente al parque de la Plaza Central, la vivienda se ha convertido en una leyenda. Pocos saben su historia y solo se limitan aquel pedazo de narrativa que puede ser contada desde lo visto por la ventana, pues, la estructura de madera corroída se abre en dos solo por pequeños lapsos al día. Lo que parece ser suficiente para aquellos foráneos llevados por la curiosidad.



Lo cierto, es que, en esta vieja casona de más de cien años, el tiempo parecer perder fuerza y andar un poco más lento, pues cada centímetro que la conforma está marcado por momentos retratados en fotografías, en cuadros religiosos, imágenes católicas y utensilios dignos de un museo.



“Todas las personas que llegan sienten una paz, una tranquilidad, debe ser porque vivieron aquí dos personas muy santas, el párroco y su hermana, quienes le hicieron mucho bien a Galapa” Pastorita Agudelo, sobrina del Párroco.


Es en pocas palabras, un museo familiar, pero también un Patrimonio Departamental, como lo asegura, Pastorita Agudelo, esta es una reliquia familiar que va de generación en generación y que contribuye en gran medida a la memoria histórica del municipio como aporte del párroco Sigifredo Agudelo Cifuentes, quien en vida velo por el desarrollo.


El padre nació en Sonsón-Antioquía, en 1944 y con 17 años se trasladó a Galapa, mientras lo ordenaban como sacerdote; en ese tiempo se dedicó a apoyar a los campesinos de los municipios aledaños y poco a poco se fue enamorando de Galapa “Mi tío quería mucho al municipio, porque fue aquí donde oficializó la primera misa como sacerdote”, recuerda entre risa la que sería la sobrina consentida del cura, Pastorita, y quien hoy cuida con su vida el patrimonio que él le heredó.

La casa es abrigada por un silencio ensordecedor y solo la melodía de un pájaro puede romperlo, cuando anuncia un nuevo día.


En su interior, las cosas están intactas, así como la dejó el párroco, una tarde del año 96 en su lecho de muerte.


Los estantes están atiborrados por momentos inmortalizados en objetos que un día formaron parte de una cotidianidad palpable, que se narra así misma hoy.



“Cada cosa está como mi tío quería, el comedor siempre está servido, porque él así lo disponía y garantizaré que cada cosa siga estando hasta el día de mi muerte”, afirma Pastorita.

Cada arista que conforma el hogar es compuesta por recuerdos de esos momentos en los que se amó la vida y cada rasgo que la componen; decenas de fotografías narran de manera simultánea una historia ya vivida y hoy recordada.


La casa seguirá estando bajo la sombra familiar, siendo protegida como el bien más importante, mientras sigue alimentado la narrativa que hace ser de Galapa un epicentro cultural que se descubre así misma a través de sus ancestros.





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