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BLOGGEROS | El derecho a quejarse

Desde que empezó la pandemia, una de las escenas mundanas que más me ha tocado en suerte ver es la que sigue: una persona quejándose de alguna calamidad particular y otra persona pidiéndole que no se queje, puesto que el mundo, en este momento, está acosado por problemas peores. Así las cosas, saber sobre vendedores ambulantes sin clientela, restaurantes quebrados o familias disminuidas por la enfermedad le debería servir a quien se queja para recapacitar sobre su "actitud frente a la vida".


Si conocer casos más desafortunados que el nuestro debe servirnos para algo, en todo caso debería ser para ganar mayor perspectiva y no sobredimensionar el objeto de nuestro malestar, pero no para invalidarlo. La tristeza y el dolor derivan de experiencias íntimas que bien podrían excluir la consideración de los demás. De ahí el imperativo de ser cuidadosos al establecer criterios para referirse a los sentimientos del otro o, lo que es mejor, no establecer estos criterios en absoluto.

Esa invalidación del malestar y, sobre todo, de la queja, queda bien ilustrada con esta frase que muchos hemos oído o leído alguna vez: “Me quejaba de no tener zapatos hasta que vi a un hombre que no tenía pies”. Ignoro si esa frase busca que quien la lea reflexione o se avergüence, o ambas cosas en ese orden. De cualquier forma habría que recordarles a sus divulgadores que sentirse mal no es autocompadecerse ni minimizar el dolor propio es empatía.


Lo conveniente sería revisar si el malestar sentido se desbordó más allá de lo justo o si la queja pronunciada está opacando o silenciando los reclamos de otros cuyos asuntos son, con toda evidencia, más urgentes que los nuestros. Es el caso de medios y personajes famosos que cuentan con una gran plataforma para visibilizar o manifestarse sobre injusticias y, en cambio, eligen el silencio, pero ese es un tema que merecer ser tratado en otra ocasión. Lo que debe quedar claro es que, en la mayoría de los casos, ninguna queja silencia otra. No hay necesidad de enfrentar dolores: no es un certamen para definir quién sufre más o quién lo hace menos.

La cosa es tan elemental que casi me avergüenza dejarla escrita: si no pudiéramos entristecernos o estresarnos porque alguien está peor que nosotros, entonces la tristeza y el estrés quedarían prohibidos para todos, pues no importa cuán mal esté alguien: siempre hay alguien que está peor. En rigor, todo el mundo es privilegiado frente a otra persona. Aquí cabe hacerse la pregunta: ¿cuánta desgracia, entonces, sería suficiente para ganar el derecho de quejarse o preocuparse? Estaríamos bajo la tiranía de la gratitud y la felicidad (ya Pascal Bruckner había dicho que hoy ser feliz no es un derecho sino una obligación), aparte de estar, de algún modo, instrumentalizando la desgracia ajena.

(Dicho entre paréntesis: instrumentalización de la desgracia ajena es la inmoralidad en la que incurren los conferencistas que cobran para repetir la frase del hombre sin pies y los que propagan fotografías de niños africanos desnutridos acompañadas de mensajes que pretenden crear supuesta conciencia. Es obsceno. Esas imágenes no tienen la función de consolarnos: no son talismanes para alcanzar nuestro alivio: la miseria y la tragedia de los otros no existen para hacernos sentir mejor sobre nuestra vida, ni para ninguna otra cosa.)

A los que no sientan el arranque de quejarse de sus pequeñas tragedias domésticas, que agradezcan la templanza de su carácter o examinen si han sido víctimas del adoctrinamiento del neoliberalismo, que reprueba la insatisfacción. Para los otros, reivindico el derecho a la queja. En los tiempos que nos tocó habitar, cualquier desahogo es terapéutico. El virus ya confiscó la vida pública; no es necesario que confisque también nuestra vida privada. El solo hecho de sentirnos mal por una calamidad que nos pasó no es ser ingratos ni nos hace inconscientes de los males del mundo. Podemos ser ingratos e inconscientes, por supuesto, pero esa ingratitud y esa inconsciencia no se miden según cuánto nos autorreprimamos en este sentido. Si, como alguien ya lo dijo, no deberíamos quejarnos ya que algunos están peor que nosotros, ¿tampoco deberíamos sentirnos felices ya que algunos están mejor?


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